José Narro Céspedes
Durante muchos años hemos luchado por lograr hacer de la alimentación un derecho, no solamente escrito en nuestra Constitución, sino un derecho real, palpable, con el cual cada mexicana y mexicano pueda acceder a alimentos sanos, nutritivos y de calidad.
Hoy no sólo se trata de una utopía por alcanzar sino de una necesidad urgente para México y para el mundo. Ante un escenario de sequía, inflación generalizada en el mundo derivada de la guerra, la alimentación es uno de los sectores que más se han puesto en riesgo en los últimos tiempos. Si no se resuelve la alimentación de miles de familias en todo el mundo, las consecuencias pueden ser desastrosas.
Sobre el tema hay muchos planteamientos válidos. Incremento de la alimentación, tecnificación de los cultivos, desarrollo de nuevas tecnologías para producir de manera eficiente. Todos los anteriores son válidos, sin embargo, el más importante es el que tiene que ver con las personas que van a producir esos alimentos y sobre todo la tenencia de la tierra.
Durante el siglo XX se sentaron las bases para el desarrollo de la vida en el campo a través del reparto de tierras y la organización de la misma en ejidos y comunidades. La propiedad social de la tierra surgió como un ideal para hacer justicia a miles de personas que viven en el campo y encuentran en él su recurso más importante para vivir.
Sin embargo a través de los años, en los anteriores gobiernos, se mantuvo en el olvido a los ejidos; la propiedad social de la tierra sólo quedó en discursos y no en un instrumento de desarrollo para las y los ejidatarios.. Las autoridades de cada ejido, hoy en día, están prácticamente desmanteladas. Las asambleas ejidales y la vida legal de cada núcleo agrario se ha limitado fundamentalmente a convertirse en inmobiliarias agrarias, dedicadas a favorecer la privatización y venta de la tierra social. Hoy necesitamos revertir esa política y fortalecer al ejido como un ente social, pero también como un ente productivo, como un sujeto para el desarrollo.
El ejido como sujeto capaz de producir los alimentos que se necesitan, pero también capaz de producir bienestar y vida digna para sus habitantes. Hoy en la cuarta transformación tenemos el enorme reto de poner de nuevo de pie a los ejidos. Ante este gran reto encontramos diversas dificultades; uno de ellos es la migración por causa de la pobreza.
En los ejidos más pobres del país, la gente ha emigrado. La fuerza productiva de los ejidos en muchos casos se han ido a Estados Unidos; en ellos encontramos a las mujeres y a los ancianos y a los niños. Los titulares de los derechos agrarios no están en sus ejidos porque emigraron a las ciudades o a otros países. Ante ese escenario es importante hacer posible que la gente se arraigue y se quede en su tierra, pero que su trabajo les genere condiciones de vivir con bienestar y decoro.
Adicionalmente, las autoridades de los ejidos deben volver a convocar a las asambleas ejidales y el ejido vuelva a ser un instrumento de organización social para el desarrollo y bienestar en el campo. Hoy los jóvenes no quieren voltear a mirar al campo porque la vida rural en muchos casos para ellos significa una vida de atraso, de pobreza, de falta de oportunidades. En ese sentido, dotar de instrumentos a los ejidos para reactivar su vida productiva y de organización social se torna en un asunto de interés primordial.
Las crisis nos sirven para componer lo que probablemente se encuentra en mal estado. De esta crisis alimentaria mundial, nuestra perspectiva hacia el campo y las políticas públicas destinadas a él deben ser enfocadas no sólo en el incremento de la producción, sino a través de un esquema integral de bienestar en todos los sentidos. Arraigo a la tierra, fortalecimiento de los ejidos como actores sociales promotores de la transformación y dotar de herramientas para la producción a los sectores rurales más vulnerables.